viernes, 7 de noviembre de 2008

Leyenda de D.Alvaro Buelta, Caballero de Laciana. Parte II

...Pero, en la noche del Jueves Santo, como viene ocurriendo desde otras muchas noches precedentes, entre las tiendas del campamento cristiano se deslizan las sombras de la muerte.
La Luna está cercada de un halo misterioso que presagia terribles acontecimientos.
Aúllan los perros a la orilla del río. Un viento gélido desciende desde las sierras de Almenara y del Arco. Nadie duerme.
Grupos de soldados se acurrucan a la vera de fogatas mortecinas. Apenas se encuentra leña para la lumbre. Toda se ha consumido en los centenares de hogueras donde, cada día, arden las ropas de docenas y docenas de soldados que fallecen sin cesar. La peste negra asola la costa andaluza. En esta noche de Jueves Santo, la guardia real ha evacuado los alrededores de la tienda principal. Sin embargo, a su puerta se observa un gran nerviosismo. Desde le interior transluce una lámpara y se mueven las sombras.
A tan solo veinte pasos, medio oculto por la oscuridad y el silencio, un caballero solitario parece vigilar atentamente.
Se mantiene en pie desde hace horas. No siente el frío. Su cabeza se halla descubierta. El viento agita el cabello rubio y lacio. Su cuerpo es fuerte, de mediana estatura. A pesar de la piel envejecida que los circunda, los ojos delatan una edad próxima a la treintena. A menudo parece fruncir el ceño, más aún, mientras intenta captar algún retazo de conversaciones furtivas que los visitantes, notoriamente contrariados, apesadumbrados, intercambian en voz baja a la puerta de la tienda real.
A lo largo de la noche puede distinguir algunos personajes. Condes, Maestres, Obspos y Caballeros. Cerca del amanecer acude, precipitadamente, el infante Don Fernando seguido de Don Juan Núñez de LAra, Señor de Villena. Sale Don Juan Alfonso, Señor de Alburquerque, acompañado de dos físicos moros.
Ya desde hace algunas fechas, todo el mundo aconseja al Rey que parta lejos de este lugar de Gibraltar, sembrado de pestilencia, donde han muerto y mueren, cada día, muchas compañas. Pero el Rey se niega a dar oído a los consejos y puensa que sería una gran vergüenza dejar, por miedo a la muerte, una fortaleza que está a pundo de rendirse.
Cuando ya, por el este, el espacio se aclara, el joven y misterioso caballero que permanece agazapado en las sombras, ha visto confirmarse el fatal rumor que recorre el campamento desde las últimas horas. El Rey Don Alfonso ha contraido un tumor. Los físicos moros y cristianos luchan, denotadamente, en contra de una situación desesperada.
Alvaro de Lorenzana, que así se llama el caballero solitario, lleva muchas horas sin probar bocado ni conciliar el sueño. Se aleja lentamente de la tienda real, arrastrando los pies sobre el rocío, con los ojos humedecidos y la vista perdida enla lejanía del mar. Monta en su caballo y se aproxima hasta la arena. Sobre las aguas un sol rojo, sangriento, comienza a levantarse entre la bruma. Y Alvaro de Lorenzana, ensimismado, recuerda aquel último verano de su juventud. Era un atardecer sereno en las montañas de Asturias y León. El lunes, veinticuatro de agosto del año mil trescientos treinta y nueve, tras que los cielos descargaran una potentísima tormenta, el arco iris se apoyaba en las murallas del Valle, a través de una atmósfera transparente y reposada.
Alvaro de Lorenzana, hijo segundo, de diecinueve años, descendía por la falta occidental del Muxiven, acompañado de algunos criados de la casa paterna. Llevaba consigo doce corderos lechales nacidos en aquella lejana majada, perdida en los últimos altos de Tsumachu y a la que los pastores moros llamaron "Almust-arab" o almuzara, que quiere decir "la arbizada".
Al poco, más allá del río, por bajo de Robles, sobre el empinado camino que remonta a Carrasconte, se escuchaba el gemir de unos cuantos carros que partieran, rato atrás, desde un lugar del mercado en Villablino. En sentido contrario veíanse descender, cabalgando, cinco hombres agrupados. Ya cerca del Río Oscuro, donde se unen los caminos, Alvaro de Lorenzana alcanzó a los jinetes forasteros.
En aquel instante llegaron a su fin los años felices y despreocupados de la juventud. Tocó , para Álvaro de Lorenzana, la hora de hacerse hombre.

Continuará....

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