...Los jinetes, legados de Don Gonzalo Martínez de Oviedo, nombrado Maestre de Alcántara y Capitán del Rey en Andalucía, traían importantes nuevas para los hombres de Laciana. El juez del Concejo recibía orden de atender, una vez más, al tributo de hueste. El MAestre de Alcántara, acometía la urgente organización de un poderoso ejército que, en breve, habría de partir camino de la lejana Andalucía.
El día nueve de septiembre, al amanecer, apenas extinguido el jolgorio de la romería en Rabanal, Alvaro de Lorenzana, con veintiséis hombres más, marchaba en ruta hacia Aguasmestas de Omaña. Al mediodía, en este mismo lugar, se le unían los hombres de Ribasdesil tras haber franqueado la montaña de Salientes, para caer al Vallegordo.
Al declinar la tarde, en Canales, un fuerte contingente de asturianos de Teverga,Somiedo y Cangas de Tineo aguardaba para hacer noche. El día diez de septiembre, en Coyanza, Don Gonzalo MArtínez de Oviedo se ponía al frente de una tropa formada por cuatro mil hombres de a caballo.
Durante las semanas que siguieron tuvo lugar una larga y durísima marcha por los campos de Villalpando, Tordesillas, MEdina, Piedrahita, Talavera, los Montes de Toledo, Herrera, la Puebla de Alcocer, Hinojosa, Córdoba, Morón, Olvera, Grazalema y Medina Sidonia.
Al pie de ésta última fortaleza y sin dar tiempo a un respiro, el Capitán del Rey tuvo noticia de que el Infante Picazo, hijo del Rey Abulhacén de Fez, llamado Abomelic, había cruzado el estrecho de Gibraltar, al frente de ocho mil caballeros moros, dirigiéndose contra la Villa de Algeciras.
Sin dilación, las tropas de don Gonzalo Martínez salieron a cortar el camino. El encuentro tuvo lugar, con sol en lo alto, junto a las márgenes del río que llaman Guadalmesí.
Era este día el martes, veinte de octubre, del año mil trescientos treinta y nueve.
Se entabló un combate fiero, sanguinario.
Al comienzo, las tropas castellanas empujaron al infiel contra la orilla derecha del río, cuyas aguas se tiñeron de rojo.
Pero, más tarde, las tropas de Picazo se rehicieron tomando la iniciativa en la batalla. Docenas, centenares de malheridos y muertos sembraron la planicie. Los cristianos se vieron perdidos y cedieron terreno alarmantemente, hasta terminar huyendo, en franca desbandada, agolpándose, cayendo, aplastándose a la boca del puente. Los caballeros moros, embravecidos, cazaban por la espalda a un enemigo presa de pánico y en alocada fuga.
Fue entonces, en aquel momento crítico, cuando ocurrió lo inexplicable. Súbitamente, sobre las maderas de aquel puente atiborrado de jinetes despavoridos e infantes desesperados, se adentró el joven Alvaro de Lorenzana, blandiendo espada y pendón en lo alto del caballo, lanzando a contracorriente, hacia el mismo corzón del enemigo y gritando hasta desgañitarse:
Y la riada cristiana frenó, estupefacta, ante aquel gesto de temeraria valentía. Tras Alvaro retornaron unos pocos. Y, luego, más y más soldados castellanos. Todos los hombres del rey Alonso que aun podían mantenerse en pie, cargaron contra la hueste de Picazo. Comenzó a tambalearse el fiel de la balanza. El ejército moro quedó desconcertado. Rojas bajaban las aguas y rojo se tornaba el cielo de poniente cuando, al oscurecer, el hijo de Abomelic era capturado por aquel valiente desconocido, Alvaro de Lorenzana, artífice principal de una de las más notables gestas que conoció el reinado de Alfonso el Onceno.
En aquella batalla, junto al río Guadalmesí, centenares de soldados perdieron la vida, y entre ellos, todos los hombres de una aldea de las montañas de Somiedo: el Villar de Pigüeña que, desde entonces, se llamó el Villar de las Viudas o Villar de Vildas.
Tres semanas transcurridas desde el combate, el MAestre de Alcántara fue reclamado por el Rey, a la sazón residente en la fortaleza de Olvera. Alvaro de Lorenzana había de acompañar al Capitán de Andalucía.
El soldado lacianiego, rodilla en tierra, recibió sobre sus hombros las manos del monarca y escuchó, conmovido, las siguientes palabras: Gracias, Alvaro de Lorenzana. Gracias, caballero Don Alvaro Buelta. La Corona de Castilla y de León os estará eternamente agradecida.
La mañana del Viernes Santo del año de Mil Trescientos Cincuenta, Alvaro de Lorenzana vuelve la mirada y deja atrás las aguas de la bahía de Algeciras.
Llena el espacio el tañido fúnebre de una campana...
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